BIOGRAFÍA

CONTRAPORTADA

La poesía de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, España, 1948) está hecha de contemplaciones y de reconocimientos. El mundo es una sucesión de retornos a los orígenes y de intuiciones del presente. Como en la mejor tradición de la poesía hispánica, nos dice que aunque el tiempo transcurra, siempre hay señales de lo permanente en la vida humana. La poesía misma se convierte, por ello, en un acto de persistencia y de salvación.

  

NOTA PRELIMINAR

 

Yo siempre he sido un hombre de la luna. Pocas cosas existen que me fascinen y me sobrecojan tanto como una noche iluminada por ella. En cualquier época del año su presencia ocasiona un acontecimiento inigualable, si hay oscuridad suficiente y silencio en torno. Pero el momento óptimo para contemplarla es sin duda el verano. El poderla mirar sin prisas desde lugar propicio y al aire libre durante los meses estivales nos la aproxima muchísimo. Nuestras manos alcanzan a tocarla, respiramos su luz y, si prestamos verdadera atención, hasta podremos escuchar lo que en voz queda nos vaya diciendo.

Muy tempranamente caí yo en el hechizo de la luna, pues me correspondió el don inmenso de pasar todos los veranos de mi infancia y mi adolescencia en el campo, en una finca familiar que se encontraba como en el fin del mundo, lejos de todo, perdida entre colinas de suave ondulación en las soledades irredimibles de la Mancha. Los lugares habitados más cercanos (otras fincas semejantes a la nuestra) se hallaban diseminados a unos tres kilómetros a la redonda; los pequeños pueblos más próximos (Lezuza, Tiriez, Barrax, La Yunquera), a siete kilómetros al menos. Por supuesto, no había allí luz eléctrica en los años a los que me estoy refiriendo (desde finales de los cuarenta hasta algo más que mediados los sesenta del siglo pasado), lo cual daba lugar a noches profundísimas y a los cielos más fúlgidos que yo haya visto nunca. Candiles, quinqués, lámparas de carburo y, bastante después, la novedad grande de las lámparas de gas butano (a cuya viva luz he leído yo tantos libros), se bastaban y se sobraban para iluminar nuestras horas nocturnas, sin menoscabar o contaminar en nada la tupida oscuridad. Aquello era el campo primigenio e intacto, sin paliativos. Ni electricidad, ni agua corriente, ni motores de ningún tipo. Todas las labores agrícolas y domésticas se llevaban a cabo como en tiempos arcaicos. El silencio sin confines era impresionante, sólo interrumpido durante el día —o, mejor dicho, subrayado— por sonidos o ruidos naturales de aquellos parajes: el canto de los pájaros y el cacareo de las aves de corral, el bordoneo de los abejorros, las voces lejanas de los jornaleros en sus faenas, las canciones de los trilladores o de las mujeres de la casa, el tableteo de un carro o de una galera repleta de haces de mies, los rebuznos de un borrico o los cencerros del ganado.

En la noche, el silencio aún se acrecentaba, hasta transformarse en ese «sobrehumano silencio» que escuchara Leopardien su Recanati natal. Era un silencio, eso sí, tachonado de grillos incansables. De vez en cuando se oían también los ladridos de los mastines que vigilaban la hacienda o los de algunos perros indeterminados y remotísimos. Pespunteaba la tiniebla con su decir pausado algún ave nocturna. Y pare usted de contar. El cielo de las noches, cuajado de astros, se hallaba a dos palmos de nuestras cabezas. Los luceros destacaban rotundos como frutos sobre el paño negro de esas horas. Las estrellas bisbiseaban a sus compañeras cercanas cosas intrascendentes y graciosas. De pronto, alguna de ellas iniciaba un velocísimo desplazamiento por el cielo y nos dejaba boquiabiertos y maravillados. La Vía Láctea era una calzada prodigiosa por la que avanzaban nuestros ingenuos pasos con asombro y cierta cautela, pero al propio tiempo con resolución y mucha confianza.Las aventuras son así. Todo era mágico. Y más aún cuando había luna llena. Qué gran solemnidad la de esas noches. Las estrellas se retiraban en gran parte o palidecían, para dejarle el espacio completo y el protagonismo absoluto a la señora de los cielos. Desde sus altísimos ventanales, iba ella derramando incesantemente sobre los campos y sobre mi corazón de niño o de muchachuelo una luz misteriosa, íntima, compasiva.      Cuando se ha vivido la luna tan de cerca en los primeros años, ya nunca puede uno dejar de pertenecerle. Siempre la he contemplado con devoción, siempre la he sentido muy mía y me he reconocido muy suyo. En el trascurso del vivir, claro está, la he observado en los lugares más diversos: apareciendo por sorpresa entre los edificios de cualquier ciudad; por encima de las nubes, en el cielo abstracto que vemos desde los aviones; sobre el mar, sobre el mundo. Pero mi término de comparación, mi referencia para valorar el grado de belleza con el que en cada ocasión se muestra, son aquellas noches indelebles del campo, cuando todas las cosas y yo mismo estábamos empezando a ser.

Con la emoción de tantas lunas de mi vida fui poco a poco escribiendo en muy distintos momentos los poemas que esta antología reúne. Se encuentran distribuidos en mayor o menor proporción en los diez libros de poemas que he publicado, y los tres últimos son inéditos y formarán parte en su día del libro en el que ahora trabajo. No en todos la presencia de la luna posee la misma intensidad. Hay algunos dedicados a ella por entero, que son como oraciones o plegarias, pero encontraremos asimismo otros en los que el tema central tiene poco o nada que ver con la luna y en los que su luz aparece de modo tangencial o apenas asoma (no son poemas sobre la luna, sino poemas con luna, una luna que atañe a un fragmento y a veces, incluso, a un solo verso de determinadas composiciones, pero que no deja por ello de hacerse bien visible en su pequeño o mínimo espacio). Estos últimos, a mi parecer, no resultan, sin embargo, ociosos en el presente librillo. Sirven para resaltar los primeros y para darle diversidad al conjunto, alejándolo del tema único. No es fácil que las antologías monotemáticas (aunque sean de poetas importantes y verdaderos) se libren por completo de alguna monotonía. Los primeros poemas que leemos en tales recopilaciones consiguen emocionarnos, pero cuando llevamos leídos cierto número de ellos, los que siguen ya no logran conmovernos de la misma manera, por más que sean iguales o mejores que los anteriores. Hasta lo excelso puede fatigar si se prolonga y trata sin alivio del mismo asunto. Lo mucho cansa.

La idea para reunir en un libro mis poemas lunares me surgió en Costa Rica. Estuve en ese hermoso país en la primavera de 2018, para dar unas lecturas de poemas y participar asimismo en unos «conversatorios» sobre poesía (como se denomina «allá», tan expresivamente, a lo que aquí llamamos coloquios o mesas redondas). Ya casi al final de la breve estancia en tierras americanas, mis dos gentilísimos anfitriones costarricenses, Carlos Francisco Monge y Gabriel Baltodano, profesores ambos de la Universidad Nacional, con sede en la ciudad de Heredia, me propusieron publicar en la editorial universitaria una selección de poemas, para que tras mi marcha quedara alguna huella permanente de mi paso fugaz por su país (a ambos les quiero dar aquí las gracias de corazón por su generoso ofrecimiento y por las constantes atenciones que tuvieron para conmigo). Recuerdo que cuando hablamos de este asunto, el día antes de mi partida, era de noche y había una luna ya bastante crecida en lo alto del cielo. Su presencia allí arriba, iluminándonos a los tres, me deparó enseguida la idea de que la antología que me sugerían debería estar dedicada a la Diosa Blanca. Y así se ha hecho, para satisfacción mía y ojalá que también para la de los lectores.

E. S. R.

   Luna de cuándo y dónde, Heredia (Costa Rica), EUNA (Editorial Universidad Nacional), 2020, 90 pp. 

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Con la colaboración de Eloy Sánchez Rosillo

Los retratos de la edad adulta del autor son, en buena parte, de ©Juan Ballester.

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