POÉTICA

GARABATOS DE POÉTICA 

Diré para empezar que nunca he sabido si hay en mí un verdadero poeta (eso siempre está por ver para uno mismo). Lo que desde luego no hay en quien yo soy es un teórico de la poesía. Afirmo esto en el comienzo de mis palabras para que nadie se llame a engaño y piense que va a encontrar aquí consistentes razonamientos y argumentaciones sobre el poema, el poeta y su menester. No he sentido nunca inclinación a reflexionar en abstracto sobre la poesía ni a escribir esas poéticas que de tanto en tanto se les solicitan a los poetas. Lo que a lo largo de los años he necesitado decir sobre la poesía, lo he dicho por lo general en mis poemas mismos, y si en la presente ocasión hubiera echado mano de algunos de ellos, me habría ahorrado acaso en lo que sigue ciertas elucubraciones digresivas. Hay poetas que teorizan con brillantez, destreza e ingenio sobre su propia obra. Lamento que no sea ese mi caso. Yo no tengo teorías. Tengo poemas. No sé si todo lo buenos que soñé e intenté que fueran (se anhela lo mejor, no lo mediocre ni lo peor, claro está), pero poemas al fin y al cabo, que es lo que al poeta se le presupone y lo que en justicia cabe pedirle. Trataré, pues, de hacer lo que pueda en este lance en el que me pro- pongo escribir de lo que no suelo escribir y procuraré salir lo mejor librado posible del aprieto en el que de manera voluntaria me veo metido.

Como cualquier poeta que aspire a ser auténtico, no he escrito nunca ateniéndome deliberadamente a ninguna poética propia ni a las recetas de ninguna tendencia, escuela o grupo. Mis poemas, mis libros, son el resultado de una aventura personal no prevista ni programada (de lo contrario no sería tal), una aventura que he vivido con perplejidad y de la que, de manera a mi parecer no ilegítima, me siento satisfecho e incluso orgulloso. Yo soy yo gracias a los libros que he escrito. Si no fuera por ellos, sería otro sin duda, un Eloy bien distinto de este que he llegado a ser, del que está ahora escribiendo estas palabras. No me considero el mejor poeta del mundo, por supuesto; aun así, no estoy por completo disconforme conmigo, ya que he logrado en buena medida realizar el sueño que desde el surgimiento temprano de mi vocación ha alentado en mí: entregar mi vida entera a la poesía, hacer todo lo que estuviera en mi mano para llegar a merecer el nombre de poeta. El cumplimiento de ese sueño (hasta donde es posible que un sueño se realice) se lo debo a los libros que he escrito, y semejante hecho constituye para mí el colmo de la fortuna. Por eso suelo decir que más que hacerlos yo a ellos, son ellos los que me han ido haciendo a mí. Les debo muchísimo y les estoy agradecido, a pesar de las imperfecciones que contendrán.

Además de las facultades innatas (o genéticas, según ahora se dice) para la poesía con las que tal vez vine al mundo, al mirar hacia atrás y considerar mi vida desde su origen, más que nada el tiempo quieto de la niñez y los turbulentos años adolescentes, creo entrever la mano de un extraño y pausado azar que sin que yo lo advirtiera me llevó —a través de una serie compleja e indescifrable de situaciones— hacia la que habría de ser mi única ocupación verdadera y absorbente.
La temprana afición a la lectura fue el primer paso en mi camino hacia la poesía. En mi infancia no existían los entretenimientos que tienen en sus casas los niños de ahora. No había televisión, ni ordenadores, ni maquinitas de juegos electrónicos, ni nada por el estilo. Necesitábamos hacer algo para distraernos. Yo era un niño sano y fuerte, si bien tenía un punto débil: la garganta. Con inusitada frecuencia me ponía enfermo de anginas y me daban unas fiebres muy altas. Duraban sólo dos o tres días, pero si uno quería recuperarse bien de aquellos abscesos debía permanecer algunas fechas más en cama, convaleciente. Para matar el tiempo en las largas horas que pasaba acostado fui aficionándome a leer. Primero llegaron los tebeos (muchos), los cuentos de los hermanos Grimm y de Andersen y de tantos otros; enseguida pasé a los libros de aventuras (Julio Verne), a las narraciones policíacas y de misterio (Agatha Christie, Poe). Y en unos pocos años mi inocente afición fue convirtiéndose en una apetencia voraz que no me daba tregua y que me llevaba a querer leer todos los libros del mundo. Me convertí incluso en un pésimo estudiante de bachiller por culpa de aquel entusiasmo mío tan intenso y subyugante. Me pasaba los días leyendo obras que nada tenían que ver con los textos estudiantiles, y no sólo los días, también las noches, y me acostaba al amanecer. En un poema mío («Un libro») hablo, por ejemplo, de cómo leí en la adolescencia La cartuja de Parma. Y lo que digo ahí es cierto punto por punto y fue haciéndose por completo habitual en mí: pasaba las noches enteras entregado a la lectura. ¿Cómo iba a tener en las manos una novela tan emocionante y prodigiosa e iba a cerrarla y a ponerme a dormir sólo porque fuera de noche y porque al día siguiente hubiera que ir al colegio? Ya habría tiempo para dormir, ya habría tiempo para estudiar. Mi inasistencia a las clases se hizo norma.
Y de la misma manera que, al leer las vidas de los grandes héroes o de los grandes navegantes y descubridores, a algunos con tendencia a la acción les gustaría ser como ellos, si se siente fascinación por la literatura y la contemplación, al leer a Garcilaso, a Stendhal, a Tolstói, a Machado o a cualquiera de los grandes, uno sueña con llegar a ser escritor, y se dice a sí mismo: «Qué maravilla, si yo pudiera alguna vez hacer algo que aunque fuera de lejos se pareciera un poco a lo que escribió toda esta gente extraordinaria». Y por deseo de emulación —entre otros motivos menos obvios, que a mí en gran parte se me escapan— rompes a escribir un buen día.

Un acontecimiento de signo trágico se produjo en mi entorno más íntimo cuando yo contaba sólo siete años: mi padre, que tenía entonces cuarenta y siete, murió de repente a consecuencia de un infarto de miocardio. Su desaparición llenó mi casa de luto y de tristeza y transformó de la noche a la mañana la vida familiar en todos los órdenes (incluido, por supuesto, el económico, que hasta ese momento había sido muy desahogado y que a partir de entonces experimentó notables recortes). Allí acabó el paraíso infantil para mi hermana, para mi hermano y para mí, que era el segundo hijo del desbaratado matrimonio. Aunque entonces no advirtiera del todo su alcance, aquella muerte me hizo tomar conciencia temprana del tiempo y de los estragos fatales que ocasiona. La ausencia de la figura paterna me creó una desprotección que me llevó a replegarme sobre mí mismo, a interiorizarme y a madurar de pronto y precozmente en algunos aspectos (en otros, en cambio, maduraría, si es que he llegado a hacerlo, con excesiva lentitud). Es desde luego posible que el suceso tremendo por el que dejé de ser niño a los siete años tuviera que ver con mi acercamiento posterior a la poesía, y hasta con el carácter y el tono de una buena parte de los poemas que yo iba a escribir. Adviértase que apunto lo que digo como mera posibilidad, ya que muchos niños han pasado por situaciones similares a las mías y han seguido después caminos bien diferentes.
Otras circunstancias y motivaciones más recónditas de la infancia y del comienzo de la adolescencia debieron de ir conduciéndome sin que yo me diera cuenta hacia la poesía. Algunas las intuyo con vaguedad y quizá podría apuntarlas aquí; otras las desconozco por completo. (..)

 

 

(Texto revisado y actualizado para el libro El sueño cumplido, Tusquets Editores, Barcelona, 2023).

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Con la colaboración de Eloy Sánchez Rosillo

Los retratos de la edad adulta del autor son, en buena parte, de ©Juan Ballester.

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