POÉTICA

GARABATOS DE POÉTICA 

Diré para empezar que yo no sé si soy un verdadero poeta (eso es algo que para uno siempre está por ver); ahora bien, lo que estoy seguro de no ser es un teórico de la poesía. Digo esto en el comienzo mismo de mis palabras para que nadie se llame a engaño y piense que va a escuchar aquí razonamientos bien trabados o brillantes argumentaciones sobre la poesía y el poema, sobre el poeta y su menester. Por desgracia, mi capacidad para teorizar sobre estas cuestiones es prácticamente nula. Y tal vez a causa de dicha incapacidad, no he sentido nunca inclinación a reflexionar en abstracto sobre la poesía ni a escribir esas poéticas que a veces se les solicitan a los poetas. Lo que a lo largo de los años he necesitado decir sobre la poesía, lo he dicho por lo general en mis poemas mismos, y si en la presente ocasión hubiera echado mano de alguno de ellos, puede que me hubiera ahorrado en lo que les diré ciertas elucubraciones digresivas. Hay poetas que teorizan con destreza, coherencia e ingenio sobre su propia obra. Lamento que no sea ese mi caso. Yo no tengo teorías. Tengo sólo poemas. No sé si buenos, malos o regulares, pero poemas al fin y al cabo, que es lo que al poeta se le supone y lo que en justicia cabe pedirle. Trataré, por tanto, de hacer lo que pueda en este lance en el que tengo el deber de hablarles de lo que no suelo hablar e intentaré salir lo mejor librado posible del brete en el que de manera voluntaria me encuentro.

Como cualquier poeta que aspire a ser auténtico, no he escrito nunca ateniéndome consciente y deliberadamente a ninguna poética propia ni a las recetas de ninguna tendencia, y escuela o grupo. Mis poemas, mis libros, son el resultado de una aventura personal no prevista ni programada (de lo contrario no sería tal aventura), una aventura que he vivido siempre con perplejidad y de la que, hasta donde ello es legítimo, me siento satisfecho e incluso orgulloso. Yo soy yo gracias a los libros que he escrito. Si no fuera por ellos, sería indudablemente otro, un Eloy bien distinto de este que he llegado a ser, de este que les está hablando ahora. A pesar de no ser el mejor poeta del mundo, no estoy por completo disconforme con el hombre que soy, ya que he logrado en parte realizar el sueño que desde el surgimiento adolescente de mi vocación ha alentado en mí: entregar mi vida entera a la poesía, estar en el mundo para llegar a merecer el nombre de poeta. El cumplimiento de ese sueño, que para mí constituye el colmo de la fortuna, se lo debo a los libros que he escrito. Por eso digo siempre que más que hacerlos yo a ellos, son ellos los que me han ido haciendo a mí. Les debo muchísimo, pues, y les estoy agradecido, a pesar de sus incontables imperfecciones.

Además de las facultades innatas (o genéticas, como ahora se dice) para la poesía con las que tal vez vine al mundo, al mirar hacia atrás y considerar mi vida desde su origen, sobre todo el tiempo quieto de la niñez y los turbulentos años adolescentes, creo entrever la mano de un extraño y pausado azar que sin que yo lo advirtiera me llevó —a través de una serie compleja de casuales situaciones— hacia la que habría de ser mi única ocupación verdadera y absorbente. La temprana afición a la lectura que se despertó en mí fue indiscutiblemente el primer paso en mi camino hacia la poesía. En mi infancia no existían los entretenimientos que tienen en sus casas los niños de ahora. No había televisión, ni ordenadores, ni maquinitas de juegos electrónicos, ni cosas por el estilo. Necesitábamos hacer algo para distraernos. Yo era un niño sano y fuerte, pero tenía un punto débil: la garganta. Con inusitada frecuencia me ponía enfermo de anginas y me daban una fiebres muy altas. Duraban sólo dos o tres días, pero si uno quería recuperarse bien de aquellos accesos debía permanecer todo el resto de la semana en cama, convaleciente. Para matar el tiempo en las largas horas que pasaba acostado fui aficionándome a leer. Primero llegaron los cuentos de Grimm y de Andersen y de tantos otros; en seguida pasé a las libros de aventuras (Julio Verne), a las novelas policíacas y de misterio (Poe, Agatha Christie). Y en poco tiempo aquella inocente afición fue transformándose en un hábito voraz que no me daba tregua y que me llevaba a querer leer todos los libros del mundo. Me convertí incluso en un pésimo estudiante de bachiller por culpa de aquella afición mía tan intensa y subyugante. Me pasaba los días leyendo obras que nada tenían que ver con los textos estudiantiles, y no sólo los días, sino también las noches, y me acostaba al amanecer. En un poema mío (“Un libro”) hablo, por ejemplo, de cómo leí en la adolescencia La cartuja de Parma. Y lo que digo ahí es cierto: pasaba las noches enteras entregado a la lectura. ¿Cómo iba a tener en las manos una novela tan emocionante y maravillosa como La cartuja de Parma e iba a cerrarla y a ponerme a dormir sólo porque fuera de noche y porque al día siguiente hubiera que ir al colegio y estudiar? Ya habría tiempo para dormir, ya habría tiempo para estudiar. Y de la misma manera que al leer las vidas de los grandes héroes o de los grandes descubridores nos gustaría ser como ellos, si se siente fascinación por la literatura, como a mí me sucedía, al leer a Garcilaso, a Stendhal, a Tolstoi, a Machado o a cualquiera de los grandes escritores, lo que a uno le gustaría es ser escritor, y se dice a sí mismo: “Qué maravilla, si yo pudiera llegar a hacer algo que aunque fuera de lejos se pareciera un poco a lo que escribió toda esta gente extraordinaria”. Y sin duda por deseo de emulación —entre otros motivos menos obvios— rompes a escribir un buen día.

Un acontecimiento de signo trágico se produjo en mi casa cuando yo contaba sólo siete años: mi padre, que tenía entonces cuarenta y siete, murió de repente a consecuencia de un infarto de miocardio. Su desaparición llenó mi casa de luto y de tristeza y transformó de la noche a la mañana la vida familiar en todos los órdenes (incluido, por supuesto, el económico, que hasta ese momento había sido muy desahogado y que a partir de entonces experimentó notables recortes). Allí acabó el paraíso infantil para mi hermana, para mi hermano y para mí. Aunque entonces no advirtiera del todo su alcance, aquella muerte me hizo tomar conciencia temprana del tiempo y de los estragos fatales que ocasiona. La ausencia de la figura paterna creó en mí una desprotección que me llevó a replegarme sobre mí mismo, a interiorizarme y a madurar de pronto en muchos aspectos (en otros, en cambio, maduraría con mucha lentitud). Es desde luego muy posible que aquel hecho tremendo por el que dejé de ser niño con tan sólo siete años tuviera algo o mucho que ver en mi acercamiento posterior a la poesía y hasta en el signo de una buena parte de los poemas que yo iba a escribir.

Otras circunstancias y motivaciones más recónditas de la infancia y del comienzo de la adolescencia debieron ir conduciéndome sin que yo me diera cuenta hacia la poesía. Algunas las intuyo con vaguedad y quizá podría apuntarlas aquí como hipótesis si dispusiera de más tiempo; otras las desconozco por completo.

El caso es que algo más adelante en mi vida, cuando acababa de cumplir catorce años, de la forma más inesperada y sin saber bien lo que hacía, puesto que aún no había leído demasiada poesía ni pensaba en ser poeta ni nada de eso, escribí los primeros versos. Recuerdo muy bien cómo hice mi primer poema (e incluso algunos fragmentos del mismo, que de ninguna manera diré nunca a nadie). Era verano y estaba con mi familia en nuestra casa de Los Alcázares, una playa del Mar Menor murciano. Echaba mucho de menos a una chica de la ciudad de la que por entonces estaba enamoradísimo. Un día, al atardecer, mientras la recordaba mirando a solas el mar desde el pequeño balneario del que nuestra casa disponía, comenzaron poco a poco a surgir los versos de ese primer poema mío. Los iba guardando en la memoria, porque no tenía en aquel lugar nada a mano para escribir. Cuando el poema estuvo terminado —ya había caído la noche—, regresé a casa y lo pasé en seguida a un cuaderno, por miedo de olvidarlo. Me pareció buenísimo cuando lo hice (aunque era, por supuesto, muy malo) y me proporcionó una emoción y una alegría verdaderamente indecibles. Esto es lo que puedo aportar ahora acerca de mi primera experiencia poética, tan pura, tan honda y tan conmovedora para mí. Escribí el mencionado poema, y otros que le siguieron, del modo más natural, como si respirara o cantara y sin pensar nunca que aquello tuviera algo que ver con la poesía ni que escribir poemas iba a ser el camino que yo habría de seguir luego. Por lo demás, el intentar algún poema durante la adolescencia —esa edad terrible en la que empiezas a buscarte a ti mismo y en la que sueles sentirte tan sin remedio solo— es una experiencia bastante común. Lo que ya no resulta tan corriente es el persistir después con ilusión y con fe en tal empeño durante toda una vida. Y eso es lo que me ha ocurrido a mí, que he persistido hasta hoy, mas sobre el porqué de tal perseverancia no creo que pueda aclarar mucho, pues siempre me ha parecido un enigma: la verdad es que no sé por qué escribo poesía, en lugar de hacer alguna otra cosa.

Aquellos primeros ejercicios poéticos, en los que me ocupaba sin continuidad, me complacían mucho y me descubrieron que era hermoso intentar decir por escrito lo que uno sentía, lo que uno pensaba, imaginaba o soñaba. Mi ya antiguo interés por la lectura se mantenía e incluso se fue incrementando. Me nutría de los libros de una biblioteca pública bastante buena de mi ciudad. Leía todo lo que caía en mis manos, con un afán omnívoro. Me empleaba a fondo tanto en la literatura española como en la extranjera, desde los clásicos más remotos (Homero y otros más exóticos y distantes de nuestra tradición, como nada menos que el Ramayana y el Mahabharata) hasta la generación del 27, que era entonces lo más moderno para mí. Así transcurrieron algunos años. Y cuando tenía diecisiete, sin motivo aparente, de misteriosa manera, aquella esporádica afición mía a escribir poesía se transformó de súbito en una verdadera vocación exclusiva y casi absolutamente incompatible con ninguna otra afición, interés u ocupación. Era como una obsesión, una fiebre maravillosa. El llegar a ser un verdadero poeta me parecía el único destino digno y asumible. Sí, estaba claro. Me dije que desde entonces pondría siempre todo lo que yo era, todo lo que en mí había, al servicio de aquella vocación. Ninguna otra empresa tendría de verdad nada que ver conmigo. Acaso no he sentido nunca una plenitud tan absoluta. La realidad entera era nueva para mí tras aquella revelación. La luz brillaba más, el mundo olía de otra forma. Pasaba los días y las noches entregado a mi quimera, al sueño hermosísimo de verlo todo a través de la poesía, a través de las palabras y de su música. Todas las cosas tenían un ritmo en su ser, que era el que las hacía vivir e integrarse en el universo, y poco a poco quizá lograra yo decir en mis versos ese ritmo que ya oía, que ya sentía en el alma y en el cuerpo. Había que trabajar sin desmayo, con ilusión y autenticidad, para aprender a decirlo. Desde entonces hasta hoy mi vocación ha sido el centro de mi vida.

Escribí mucho a partir de ese momento, pero nada de lo que escribía me dejaba satisfecho y a nadie lo mostraba. Nunca he sido uno de esos poetas que precisan enseñar al prójimo cuanto hacen casi en el mismo instante en el que lo terminan. Yo era pudoroso y tenía, además, mucho amor propio y me decía que hasta que no creyera que tal vez mis poemas poseían algún valor nadie sabría siquiera que escribía. Gracias a lo exigente que era para conmigo mismo y para con mi labor, no me precipité a la hora de publicar y prácticamente todos los poemas escritos durante una década (1965-1974), a lo largo de mi casi completa prehistoria, nunca vieron por fortuna la luz.

De 1974 a 1977 fui redactando los poemas del que habría de ser mi primer libro, Maneras de estar solo. Los escribí sin tener en absoluto en cuenta el contexto poético inmediato, lo que por entonces hacían los poetas españoles de mi edad, que no eran otros que los llamados novísimos, de los que no sabía demasiado en ese tiempo y que a mi modo de ver escribían como en broma. Nunca he sido un poeta preocupado por “lo que se está haciendo ahora”, y menos en mis inicios. Me hallaba al margen de la actualidad, que es algo que aunque sólo sea por curiosidad te empieza a interesar después, cuando te implicas más en el oficio, en la vida literaria. Escribí, pues, mi primer libro como pude y supe, teniendo como referencia a todos los grandes poetas del pasado y sin pretender estar en la onda de lo que hacía la gente de mi generación. Siempre he sido bastante ajeno a tales vecindades. Algo del aire del momento (el irracionalismo y el brillo un poco subido de ciertas imágenes y espero que poco más) logró colarse de rondón, sin embargo, en aquella obra mía primera.

Cuando el libro estuvo terminado, pensé que debería intentar sacarlo a la luz, pues al haber sido escrito en la más absoluta soledad necesitaba yo que los demás opinaran sobre él, para que se me despejaran las dudas que albergaba sobre su valor. Pero lo que me proponía no era nada fácil de llevar a cabo por aquellos años, y más teniendo en cuenta que se trataba de un primer libro y que el autor del mismo era un poeta joven que vivía en su provincia y que no conocía a nadie relacionado con el mundo editorial ni con los medios literarios. El único camino digno y rápido que en mis circunstancias se me ofrecía era el de probar suerte en algún concurso importante. “Si por casualidad sonara la flauta, se solucionarían de golpe todos los problemas que tengo, todas estas dudas que tanto me inquietan”, me decía yo cuando tomé la decisión de enviar mi libro al Premio Adonais, muy prestigioso por aquel tiempo. Tuve la suerte de ganarlo, para sorpresa mía y de todos, pues hasta mi familia ignoraba que hubiera escrito el libro y sólo dos o tres personas sabían de su existencia. El acontecimiento me proporcionó la felicidad de ver mi obra publicada en seguida en una colección muy conocida y que se distribuía bien en toda España. No podía pedirse más. Aquel premio tuvo mucha importancia para mí en su momento, por haberme llegado cuando más lo necesitaba. Me confirmó hasta cierto punto como poeta no sólo ante los otros, sino también ante mí mismo, y me animó a seguir trabajando. El reconocimiento público, un cierto reconocimiento —sin alharacas excesivas— cuando uno es joven y se encuentra en el inicio de su trayectoria, estimula indudablemente a cualquiera y lo responsabiliza de lo suyo. Quiero decir aquí que ni antes ni después de obtener el Premio Adonais he participado en ningún otro certamen. Un premio interesante está muy bien para empezar. Luego, a mi entender, hay que seguir nuevos rumbos.

Desde la aparición de Maneras de estar solo hasta el presente me he mantenido en la brecha, sin perder nunca la fe en la poesía y dispuesto siempre a servirla en la medida de mis posibilidades. He publicado cinco libros de poemas, todos ellos recogidos hoy en el volumen titulado Las cosas como fueron, cuya última edición salió en Tusquets Editores el año pasado. Dentro de muy poco la misma editorial publicará mi sexto libro, La certeza, en el que por ahora culmina una trayectoria de más de treinta años, sin contar el largo período de formación anterior al comienzo de mi primer libro.

El escribir poesía es para mí una manera de entender y de considerar la vida, de acercarme a ella y de confundirme con su sustancia; un ser y un estar. Y un destino hermoso como pocos, del que hay que hacerse digno asumiéndolo hasta sus últimas consecuencias. Percibo las cosas del mundo a través de la poesía, que no es en modo alguno el reino de lo subjetivo, de lo neblinoso e indeterminado, de lo arbitrario, sino la posibilidad de aprehensión de la realidad más rigurosa, lúcida y comprensiva que conozco. No escribo para explicarme el misterio del mundo —los misterios no tienen explicación—, sino para participar de él, para formar parte del corazón de ese misterio. La poesía no soluciona ni al individuo ni a la colectividad los problemas diarios de la vida (la injusticia y toda la miseria que de ella se deriva, por ejemplo), ni da respuestas concretas y unívocas a las grandes preguntas existenciales (el porqué del amor, del odio, de la soledad, de la muerte), sino que nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca, a meditar sobre ellos y a adoptar consecuentemente actitudes y conductas. Semejante ejercicio moral transforma al individuo, hace surgir en él a alguien que no era antes y lo mejora como ser humano. La poesía vivida con autenticidad (tanto por el poeta como por el buen lector), proporciona a la existencia una intensidad excepcional y la limpia de banalidades. Vivimos en gran medida nuestra cotidianidad sin advertir que vivimos; hay mucho ruido que nos distrae, mucha intrascendencia que nos dispersa. La poesía nos acerca a la vida en su sentido más hondo, depara al hombre conciencia del mundo, de su persona y de todo el tiempo de su vivir (el presente, el pasado e incluso el futuro, fundidos en un tiempo único y no fragmentado).

Tal vez estimen algunos que haber escrito en tantos años los libros que he escrito no es precisamente demasiado escribir. Y llevarán razón. Pero no ha estado en mi mano hacer más. Siempre he escrito poesía —lo único en realidad que yo he escrito— de manera discontinua, sin ninguna regularidad. Las épocas en que escribo poemas con cierta frecuencia —aunque nunca escriba demasiado— se alternan con períodos más o menos dilatados en los que no hago nada o casi nada. Por tal motivo, no me considero un profesional de la poesía —cosa que me satisface, pues las profesionalizaciones artísticas me horrorizan y me parecen tristes—, pero tampoco creo que pueda decirse de mí que, como poeta, sea un aficionado. Mi voluntad y mi ilusión de hacer poesía han sido en todo momento firmísimas. Incluso en las épocas de menor actividad —llenas siempre de desasosiego y de remordimientos—, tengo durante las veinticuatro horas del día la conciencia de la labor pendiente, el clavo fijo de un deber al que hay que ir dándole cumplimiento. Esa responsabilidad ineludible es quizá la que impide que en mi interior se produzca desconexión entre unos períodos creativos y otros. Aunque no escriba, no tengo nunca la sensación de estar de vacaciones y alejado de la poesía, y la preocupación constante de realizar la tarea que he de cumplir, sin duda va haciendo madurar en mi interior los poemas que más tarde pasarán al papel.

Ya dije al principio que aun siendo los que son y como son, mis libros me parecen la materialización de un sueño, un regalo de la vida, y que desde luego no tengo en absoluto la sensación de haberlos escrito, de ser yo su autor. Siempre he creído, con total convencimiento, que los libros de poesía se escriben a sí mismos.

La poesía es anterior al poeta y al poema. En este sentido podría afirmarse que el poeta no es más que el hilo conductor de la poesía, un colaborador necesario para que la poesía se haga poema, un cierto poema concreto, y para que éste llegue a ser como él quiere ser. Desde luego el poeta ha de poner en esa colaboración todas sus fuerzas y toda su ilusión. Y así irá poco a poco sacando por completo el poema a la luz, en un tira y afloja que la mayor parte de las veces suele ser bastante agónico. Nadie que no se dedique a estos menesteres podría imaginar la cantidad de energía y de atentísima paciencia que ha de emplear el poeta para hacerse del todo con el poema, ni la satisfacción que siente cuando por fin lo consigue y sabe que ese bien será ya para siempre suyo. Sin embargo, muchas veces, a pesar de la buena voluntad del poeta y de sus fervorosos anhelos, el poema fracasa, porque lo que oímos cuando lo estamos escribiendo no es la verdadera poesía, sino otra cosa, un error, un error de más o menos quilates, pero no un verdadero poema. La auténtica poesía visita muy infrecuentemente al poeta a lo largo de su vida. Pero para que acuda cuando decide acudir, para que el poeta alcance la suerte increíble de llegar a hacer unos pocos poemas perdurables, son por supuesto necesarios todos los ejercicios fracasados, todos los poemas que aspiraban a ser y que no llegaron a lograrse.

Cuando escribo poesía no tengo la sensación de ser un relojero, es decir, alguien que va montando las piezas de un artefacto verbal y que sabe de antemano que poniendo este adjetivo aquí, este sustantivo allá, esta musiquilla por el otro lado y tal metáfora en el verso dieciocho el invento funcionará como se había previsto de antemano. Es posible que en la mente del poeta, antes de comenzar a escribir, esté a veces una cierta idea de lo que aspira a alcanzar, pero cuando el poema empieza a llegar al papel adquiere su propia dinámica y va por donde él cree que debe ir. Del proyecto original del poeta apenas suele quedar nada al final del proceso, o acaso quedará sólo el núcleo de lo que en principio se pretendía, aunque absolutamente transformado. Se ha dicho en ocasiones con acierto y exactitud que el poeta es el primer lector de su poema: lo va descubriendo a la vez que lo hace, y no lo conoce del todo hasta que no lo termina. La poesía no es un espejo ni una máquina fotográfica; si nos diera sólo un reflejo o una copia de la vida, no sería vida ella misma, no sería en verdad creación. La poesía, en cualquiera de sus manifestaciones, crea vida a partir de la vida —como sucede en la naturaleza—, añade realidad a la realidad preexistente. El mundo es más grande desde que existen la Ilíada y la Odisea y se haría más pequeño y triste si desaparecieran de pronto Cervantes, Velázquez, Mozart o Pessoa. Hay poetas que afirman que en un poema podrían haber dicho lo que han dicho o todo lo contrario. Yo no. Sólo por mí mismo no habría acertado a escribir ni lo que escribí ni lo opuesto; me atengo a lo que el poema quiere expresar y lo ayudo a decirlo, pero no puedo manipular el poema a mi capricho y llevarlo por aquí o por allí. Si alguna vez he intentado esa operación, me ha fracasado el poema. Por tal motivo, al referirme a la poesía nunca hablo de construcción, de invención, sino de creación. Algunos dicen que construyen el poema a su antojo, que inventan sus mecanismos y los hacen funcionar de este modo o al revés. Los artilugios, las cosas hechas de distintos trozos ensamblados o atornillados, en efecto se inventan, se construyen, funcionan. Pero no los organismos naturales y completos, los seres vivos; los seres vivos respiran, laten. El poeta auténtico crea, hace criaturas; no es un inventor ni un arquitecto.

Y por otro lado, claro está, la poesía tiene una parte indiscutible de oficio. Como es natural, conocer lo mejor posible el oficio es obligación primordial del poeta y de todo aquel que desee que el trabajo que desempeña esté bien hecho. Sin el oficio no se puede dar ni un paso, pero ese conocimiento técnico es algo que al poeta se le supone, como el valor al soldado. No hay poeta si no hay oficio (aunque en los tiempos que corren esta palabra tal vez les suene a chino a muchos que dicen escribir poesía), pero de todos es sabido que el oficio sin más no vale para nada. Los innumerables y benditos útiles de la retórica están ahí para que el poeta se sirva de ellos con discreción y con personalidad. Resultan indispensables para el advenimiento del poema, si bien en la naturalidad última que ha de mostrar éste no han de quedar rastros de manipulaciones ni de forcejeos. Y por supuesto lo único que al final importa es que el fruto de la labor del poeta logre conmovernos, que sea emocionante.

Porque la piedra de toque de un poema auténtico es la emoción. Eso es lo fundamental. Un poema que no emocione no es para mí un verdadero poema, es decir, no tiene mucho que ver con la poesía mejor. Existe el poema sin emoción (el poema frío, o ingenioso, o incluso chistoso), pero es siempre un poema de segundo orden. Un buen poema es aquel que cuando lo leemos nos pone la carne de gallina y nos zarandea y casi nos tira de espaldas. Sentimos al leerlo que hay allí una verdad muy honda, una verdad que no es una ocurrencia del poeta ni pertenece en realidad sólo al poeta, sino que concierne a todos los humanos. Un poema emocionante no puede ser escrito más que por un poeta emocionado, por un poeta que durante el proceso de creación del poema se encuentre del todo conmovido, por más que la emoción que siente haya de estar controlada con absoluto rigor y en todo momento mientras escribe (de lo contrario, su poema no sería obra de un poeta, sino de un individuo sin pretensiones artísticas que sentimentalmente se “desahoga”). Si en el poema no hay emoción, no pasará éste de ser una desangelada tarea o un simple entretenimiento, algo hecho con la voluntad, con el intelecto, con el ingenio, con el oficio, y en el que no se le ha dado parte de verdad a todas las facultades del ser de su autor. A algunos les gusta jugar a la poesía, jugar con la poesía, como podrían jugar al parchís o hacer crucigramas. No está mal jugar un poco de vez en cuando, y los resultados de tal actividad podrán ser graciosos, bonitos, curiosos, sugestivos, intelectualmente atractivos. Pero sólo eso, en el mejor de los casos. Me parece, por lo demás, que el estar jugueteando y entreteniéndose a todas horas con la poesía debe de aburrir bastante; hay pasatiempos más divertidos.

Toda la poesía que hasta la fecha he escrito tiene un marcado carácter autobiográfico, y en este sentido estimo que Las cosas como fueron podría verse con propiedad como una especie de autobiografía poética (el mismo título del conjunto apunta ya en esa dirección). Pero esta afirmación habría que matizarla diciendo que lo autobiográfico bien entendido no excluye en modo alguno todo lo demás. La poesía autobiográfica, cuando no se queda en lo meramente anecdótico y particular, es vida personal trascendida y objetivada. No tiene por qué darse en ella, pues, un ensimismamiento machacón en el yo, un egotismo cerrado y sin horizontes. Con mucha frecuencia mis poemas tienen su origen en hechos de mi propia vida —que son los que me caen más a mano—, pero en el proceso de creación del poema es preciso que el material autobiográfico se universalice y se transforme en algo independiente de uno mismo. Si eso se logra, al hablar de mí estaré hablando también de mis semejantes (es decir, de los que son como yo), que podrán ver en mis versos con cierta sorpresa su propio rostro como en un espejo, y que por consiguiente tendrán la posibilidad de reconocerse allí sin dificultad. Creo, además, que en la poesía que yo he escrito no sólo se considera mi propia vida y la de los otros, sino que asimismo se le presta una atención constante al entorno, a los lugares en los que la vida sucede: el paisaje urbano o la naturaleza en toda su amplitud, que alcanzan a veces importancia capital en mis poemas. Es decir, que lo autobiográfico es mucho más general y abarcador de lo que en principio pudiera parecer. Quiero advertir, por otra parte, que en mis versos recientes, en algunos de los poemas de mi último libro, ha ido surgiendo una línea de poesía menos apoyada en hechos o anécdotas concretos, más puramente reflexiva, sin que me haya adentrado yo por ello como poeta, según creo, en los secarrales de la abstracción.

A pesar de lo que he dicho sobre la necesaria transformación de los elementos autobiográficos, no estoy muy de acuerdo, por lo que a mi obra respecta, con la teoría tan en boga desde hace algunos años de que el poeta, a causa de la necesidad de objetivar lo personal, llega a crear en sus obras un personaje poético ajeno a su autor, un personaje independiente y tan personaje de ficción como el de, por ejemplo, una novela. Es cierto que al escribir un poema se produce, como es natural, una transformación más o menos intensa de los datos personales que uno maneja, para lograr universalizarlos y que entren a ser parte verosímil de esa realidad nueva que está surgiendo. Pero de ahí a sostener que el sujeto poético que aparece en lo escrito no tiene nada que ver con su creador va un largo trecho. Para bien o para mal, y sin ninguna duda, el personaje que yo haya podido crear en mis obras es alguien que se parece bastante a mí mismo.

La crítica me ha venido señalando desde mis comienzos como un poeta de estirpe elegíaca. Y estoy de acuerdo en que el tono elegíaco es el que ha venido predominando en mi obra. El conflicto que desde siempre he tenido con el tiempo —el tiempo es sin duda el tema principal de mi poesía—, me ha llevado al entendimiento de las cosas del mundo no desde la perspectiva de lo permanente y firme, sino desde el punto de vista de lo efímero e inestable, desde la desposesión. Y esa extremada y casi obsesiva tendencia mía llega con frecuencia a hacerme ver el presente e incluso el futuro como pasado, como algo ya sucedido. Pero en el fondo las diferencias entre la poesía elegíaca y la poesía hímnica o celebrativa no son tan sustanciales como parece, y a menudo ambas modalidades poéticas pueden darse de manera entremezclada en un mismo poema. En realidad, el poeta auténtico siempre celebra, porque es un enamorado de la vida. No hay más que una poesía verdadera, aunque existan, eso sí, temperamentos poéticos diversos. Elegía y celebración vienen a fin de cuentas a ser la misma cosa, aunque en una y otra la realidad sea enfocada desde ángulos distintos, o más bien desde tiempos diferentes. La poesía hímnica celebra la alegría de vivir y la hermosura del mundo en presente, mientras que la elegíaca efectúa similar celebración retardadamente, es decir, cuando lo que se pretende celebrar se encuentra ya concluido y en el pasado, en un más o menos remoto pretérito, y de ahí se deriva por cierto su lamento y su tono melancólico. Y al aludir a la melancolía, quiero decir que la poesía elegíaca, y en particular la que yo he escrito, no es una poesía de tintes negros, sumida en la tristeza irremediable y en la desesperanza. Los sentimientos negativos son estériles; no pueden crear, y la poesía es ante todo creación. La melancolía, por el contrario, es un estado de ánimo que proporciona un estímulo poético extraordinario, y que nos acerca de forma particularmente intensa, a través del recuerdo y de la evocación, a lo que fue pasto del tiempo.

Creo necesario señalar, para ser preciso, que aunque el tono elegíaco sea el que predomina en mis versos, es posible encontrar con frecuencia en todos mis libros poemas de neta celebración. Y esto sucede de manera más acusada aún en mi último libro, de próxima publicación, en el que el tono esperanzado se va abriendo camino por sus páginas hasta culminar en una especie de cántico que tal vez sorprenderá a algunos. En fin, podría decirse, con algo de necesario humor, que aprendemos a remediar ciertas cosas de la vida demasiado tarde y que el tiempo nos va curando las melancolías del tiempo cuando apenas queda tiempo para nada.

No querría terminar sin apuntar aquí algunas anotaciones acerca del constante proceso de despojamiento que a mi juicio se ha ido produciendo en mi poesía a lo largo de los años, y de la tendencia cada vez mayor hacia la claridad que lo ha acompañado. La evolución natural y la experiencia de la vida y de la poesía que uno va adquiriendo con la edad son a mi entender las responsables de tales positivos avances. La juventud es siempre más barroca que la madurez. El poeta joven quisiera decirlo todo de todas las maneras y a la vez, y como consecuencia se le acumulan en el papel montones de palabras que impiden ver lo que pretende mostrar. En un poema todo resulta más efectivo si restamos en vez de sumar, si quitamos en vez de poner. No sé si era Miguel Ángel el que decía con enorme acierto que sus esculturas estaban ya dentro de los bloques de mármol antes de que él empezara a esculpirlas y que lo único que había que hacer para que salieran a la luz y pudiéramos verlas con nitidez era ir quitando todo lo que en esos bloques sobraba. Me parece evidente que en mi poesía, desde el primer libro hasta el último, se ha ido dando una incesante esencialización, tanto en los temas como en las formas. Es importante saber, sin embargo, que en la principalísima tarea de ir desechando todo lo innecesario ha de haber unos límites y que es preciso acertar a detenerse en el momento justo. La poesía no debe adelgazar hasta caer en la anorexia y quedarse en los puros huesos, como en la época de la poesía pura o en los minimalismos, misticismos de pacotilla y demás ocurrencias macrobióticas actuales. El poema ha de tener también su carnalidad, su sensualidad. Hay que dejar sobre el papel al ser vivo completo, a la criatura entera, y no sólo el esqueleto de la criatura.

Y por lo que respecta a la claridad, he de decir que estoy muy satisfecho de que algunos la destaquen como una de las peculiaridades de mi obra poética. Nunca me han interesado los galimatías, esos poemas en los que no se entiende ni pío y que lo mismo da leerlos al derecho que al revés. La vida es compleja y misteriosa, pero es a la vez transparente y nítida. Así es también la poesía que prefiero leer y la que siempre he intentado escribir. La oscuridad sin porqué en cualquiera de las artes me parece un engañabobos. Si miro por una ventana y veo algo tan simple y cotidiano como un atardecer, un árbol y unos pájaros que vienen a recogerse y a dormir allí, siento que estoy contemplando un misterio grandísimo y me lleno de asombro. Pero en poesía hay que hablar de ese misterio de manera que el lector pueda participar de lo que han visto tus ojos y de la emoción que has sentido al verlo, y no de forma que no vea ni entienda nada o perciba algo por completo distinto a lo que contemplaste. El problema de la poesía que se entiende es que se entiende para bien y para mal. Si el poeta que escribe con claridad no tiene nada que decir, los lectores le verán en seguida el plumero y se percatarán de su vaciedad. Ese es uno de los motivos de tantas oscuridades en cualquiera de las artes. La oscuridad disimula, disfraza, oculta, y siempre habrá tontos dispuestos a comulgar con ruedas de molino y a pensar que lo que no se entiende tiene mucha miga. Que sigan quienes quieran con sus abstrusas tabarras, con sus enrevesadas murgas. Yo le estoy agradecido a la vida por el agua clara, por el aire limpio, por el cristal transparente, y ruego al cielo para que mi poesía nunca los niegue ni los traicione.

Y en fin, hasta aquí hemos llegado. A pesar de haber hablado más de la cuenta, me parece que se ha quedado casi todo sin decir. Les pido disculpen estos balbuceos y les doy las gracias por haber venido a oírme y por su paciente y atenta manera de escuchar.

(Marzo de 2005)

Texto correspondiente a Poesía y poética, 17 y 19 de Mayo de 2005, ed. Fundación Juan March.

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Con la colaboración de Eloy Sánchez Rosillo

Los retratos de la edad adulta del autor son, en buena parte, de ©Juan Ballester.

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